martes, 20 de noviembre de 2012

Complementariedad


Admiro la calidez del Sol, la transparencia del mar, el brillo de las estrellas, la seguridad que transmite la tierra, la esponjosidad de las nubes y la infinitud  del universo.

Pero lo que más admiro de la naturaleza es el fuego, tan fuerte y débil a la vez. Al principio es tímido, pero luego se extiende con su bravura y su firmeza, arrasando con todos, calentando cuando se le pide, o quemando sin querer.

Aún así, el fuego no es malo, simplemente es diferente, etéreo. El fuego no se puede tocar, pero se puede sentir, y él desea ser tocado. Desea sentir un contacto, una calidez diferente a la suya, una calidez que no abrase, porque al fin y al cabo, el fuego también puede ser tierno, no todo son chispas y quemaduras, y puede ser derrotado, convirtiéndose en una cortina de humo que desaparece fugazmente.

En cambio, lo que más anhela el fuego es tener un yang, para poder ser su yin, y poder sentirse completo. Su mayor deseo es el  agua. Sin ella no puede vivir. Necesita tenerla cerca, evaporarla, consumirla; y también necesita verla apoderarse de él, arrinconándolo, reduciéndolo a cenizas, y haciéndole ver que no es tan poderoso como cree. Necesita tener los pies en la tierra, y por eso el agua lo apaga cuando se propaga demasiado, pues para eso está, para darle seguridad, para que no olvide que incluso lo más poderoso tiene su punto débil.

A mí a veces me gusta compararme con el fuego, me identifico con él. Yo también necesito un yan que me mantenga en la tierra, que me baje los humos cuando sea necesario y que avive mi llama cuando esté perdida y apagada. Eso es lo más importa de un yin, poder tener su yang, para sentirse completos. El yin y el yang; el fuego y el agua. Y eso es ÉL: mi yang, mi agua, mi conciencia y mi vida entera. Porque uno no puede vivir si no es junto al otro. Porque ÉL lo es todo.


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