Admiro la calidez del Sol, la transparencia del mar, el
brillo de las estrellas, la seguridad que transmite la tierra, la esponjosidad
de las nubes y la infinitud del
universo.
Pero lo que más admiro de la naturaleza es el fuego, tan fuerte
y débil a la vez. Al principio es tímido, pero luego se extiende con su bravura
y su firmeza, arrasando con todos, calentando cuando se le pide, o quemando sin
querer.
Aún así, el fuego no es malo, simplemente es diferente,
etéreo. El fuego no se puede tocar, pero se puede sentir, y él desea ser
tocado. Desea sentir un contacto, una calidez diferente a la suya, una calidez
que no abrase, porque al fin y al cabo, el fuego también puede ser tierno, no
todo son chispas y quemaduras, y puede ser derrotado, convirtiéndose en una
cortina de humo que desaparece fugazmente.
En cambio, lo que más anhela el fuego es tener un yang, para
poder ser su yin, y poder sentirse completo. Su mayor deseo es el agua. Sin ella no puede vivir. Necesita
tenerla cerca, evaporarla, consumirla; y también necesita verla apoderarse de
él, arrinconándolo, reduciéndolo a cenizas, y haciéndole ver que no es tan
poderoso como cree. Necesita tener los pies en la tierra, y por eso el agua lo
apaga cuando se propaga demasiado, pues para eso está, para darle seguridad,
para que no olvide que incluso lo más poderoso tiene su punto débil.
A mí a veces me gusta compararme con el fuego, me identifico
con él. Yo también necesito un yan que me mantenga en la tierra, que me baje
los humos cuando sea necesario y que avive mi llama cuando esté perdida y
apagada. Eso es lo más importa de un yin, poder tener su yang, para sentirse
completos. El yin y el yang; el fuego y el agua. Y eso es ÉL: mi yang, mi agua,
mi conciencia y mi vida entera. Porque uno no puede vivir si no es junto al
otro. Porque ÉL lo es todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario